La ruta primera, de Pachuca a la presa Jaramillo

Por: Francisco Acosta Velázquez 

Un café con cacao, un tamal de mole comprado en San Miguel Cerezo, unas nueces, hacen el desayuno. Llego a la presa de Jaramillo. Me regocijo, respiro, libre, pleno, vivo. Es la primera caminata, la que vuelve a ser al camino recurrente: Pachuca – El Cerezo – Jaramillo. Naturaleza que reverdece a pesar de que las aguas se resisten o se manifiestan ausentes; mañana fría, de neblina a ratos. 

El lugar no deja de ser una maravilla natural, un espacio que ofrece una oportunidad única de estar en contacto directo con la naturaleza, un todavía espeso bosque de “ocote”, pinos, oyameles, canto de pájaros, paz y tranquilidad, a tan solo 6 kilómetros de la capital Pachuca. Es la presa de Jaramillo, sus senderos, su bosque. 

El andar inicio desde el Reloj, una cuadra por Allende hacia Julián Villagrán para doblar a la izquierda hasta Guerrero; rumbo al este al entronque con Galeana, pasamos el arco de bienvenida al barrio del Arbolito, subimos hasta la cancha del Pópolo, ahí donde está la lechería. Doblamos a mano izquierda sobre Candelario Rivas y en la primera cuadra nos toparemos con la vía que nos llevará al camino Real, la calle con el nombre de un aventurero, Alejandro Van Humboldt. Hasta aquí la ruta técnica, la de cartografía urbana. 

Es una mañana de domingo 

La calle vacía, el trinar de los pájaros alegra la mañana, es domingo y la vida comienza, propio de nuestra ciudad, un poco más tarde. Voy subiendo por Humboldt y me topo con los primeros vecinos del barrio hoy mágico, El Arbolito. Saludo, me dan los buenos días también y me desean buen camino. Hombres y mujeres de buena voluntad. En 12 minutos dejé la ciudad, mis pasos van ya sobre el camino real a El Cerezo; no hay prisa, no hay reto que cumplir, puro gusto de andar, de saberse aquí y ahora, con el sol de perfil ya casi por la espalda plena. 

El gallo, allá abajo, mirando hacia la cortina de la presa de San Buenaventura me da la bienvenida, eso creo, mientras un pequeño can juguetea en el patio de una de las casas que se levantan en la ladera del cerro a la derecha del camino, justo del otro lado de la barranca que se forma; al fondo, una peña, lo que queda, y una historia que aún se cuenta: Los Compadres. Un camino duro, de terracería con gravilla suelta, todo es subida hasta alcanzar la bifurcación de la senda: a la izquierda El Bordo, a la derecha El Cerezo. 

El “Tumbaburrros”

La zona ya urbanizada, y aunque es el mismo sendero no lo reconozco, no hay arroyo a la vera, no hay manzanos, no hay perales, eso sí, oigo ladrar a los perros. De la primera hora caminada, pasando el arco de entrada a la comunidad por la calle principal, en 57 minutos estuve frente a la iglesia de El Cerezo, y delante de la renovada antigua tienda, creo del Sr. Bautista, hoy tienda “Don Lalo”, todavía con sus bancas de piedra, con arquería que antes fue un bello portal. 

Sigo empujando al monte. Doblo a la izquierda y me meto por la vía de antaño a las Ventanas; antes un pasaje duro, Tumbaburros. Ahí me encontré con don Margarito Lazcano, el mismo que me contó que dejó los años en la mina, hace tantos, que todavía andaban allí los gringos. -Este es camino real, por aquí pasaron máquinas para las minas de El Chico- dijo; hombre recio, bien plantado, con chaqueta ligera, sombrero, rostro moreno, ojos negros, bigote bien cortado.

Me detengo a la mitad de la subida, respiro hondo. Sigo subiendo, no hay tregua, en este medio kilómetro que pide acaso el mayor esfuerzo. Al llegar a la parte alta del camino, alcanzamos una rustica y añeja casa de adobe, a su izquierda a unos metros, un sendero que baja directo a la cortina de la presa Jaramillo; una hora 45 minutos, hemos llegado.

Regreso por sobre el eco de mis pasos.   

Jaramillo 

El vaso de la presa nos deja adivinar la grandeza de la misma en los buenos tiempos, aquellos en que las lluvias la llenaban y enverdecía aún más el verde de su bosque; no por ello Jaramillo pierde su esplendor, aunque sí nos deja una gran lección: cuidemos nuestro entorno natural, no esperemos a que el destino nos alcance.