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El son es un portal

Viajar sola siendo mujer, es un viaje en sí mismo, en sí misma, en sí. Exactamente el 5 de enero cumplí un año de soltera y quise regalarme una aventura de aniversario, una aventura de aventarse a lo desconocido, el regalo de dejarme sorprender. Me fui de Pachuca a Veracruz, por ser la playa más cercana y porque mi presupuesto era limitado. El primer Año Nuevo sin compartirlo con pareja o familia, sin ningún plan concreto. 

Una moneda lanzada al aire.  Y entonces me fui. En lugar de tomar el camión de Pachuca a Veracruz, tomé el de Pachuca a Puebla pensando en ahorrarme unos pesos y tiempo, y ahí empezó la odisea. Me gustó ver de cerca el Popocatepetl, de ahí el Pico de Orizaba, empecé a sentir que iba en una especie de Turibús, conociendo desde un vehículo los paisajes importantes.

Un viaje muy accidentado 

De repente el camión paró y el chofer nos avisó que hubo un accidente, teníamos dos opciones, esperar en la cola interminable o meternos por una ruta más larga, pero avanzar. 

Dejaron a votación de los pasajeros la decisión y nos metimos a pueblear. 

Cuatro horas de retraso y paramos en Córdoba, en Orizaba, la sensación de ir en Turibús continuaba, me gustó ver un poco de Orizaba, construido en medio de enormes y verdes montañas. 

Y de ahí arrancamos al puerto, ya no sé cuántas horas más hicimos, pero salí a las 7:00 am y llegué a la central de Veracruz a las 8:30 pm. Mi plan de ir a Tlacotalpan tuvo que ser desechado, ya no había autobuses para allá, el taxi costaba un ojo de la cara y era noche. 

Sentí mucha angustia, por un momento mi mente me decía “Pamela, no debiste venir, este viaje se empieza a sentir muy accidentado”, pero luego de dejarme sentir ese ratito de angustia, respiré y volví a mi centro, no me quedaba más que resolver. 

Busqué en Airbnb y en distintas apps de hospedajes, todo estaba lleno o con precios triplicados por las fechas. Llamé al hotel donde tenía reservación para dos días después, quizá me dejaban entrar antes. Y sí, había espacio, pero el costo era casi cuatro veces más alto. Tuve que usar ese dinero destinado a Tlacotalpan para tener donde dormir las próximas dos noches. 

El hotel se llama Papagayo, es muy feo, viejo, descuidado. La cama no estaba mal, pero no había agua caliente. Al lado, a cinco segundos de distancia de mi cuarto, está un lugar de snacks y reguetón que se llama Mamá Gallina y ahí hice mi primera parada para cenar algo y echarme una cerveza. 

A la mañana siguiente decidí ir directo a desayunar al famosísimo Café de la Parroquia, puse en google maps el nombre y me salí a caminar para allá. Algo me olió mal, entré a unas calles llenas de centros de salud, albergues, laboratorios médicos, gente en casas de campaña afuera de un centro de salud mental, no es que me asustara, pero me latió que no iba en dirección correcta. Cuando finalmente llegué al “pin” que marcaba mi destino en el mapa, no estaba en el famosísimo café sino en un estacionamiento en el que dentro se encuentra una pequeña parroquia. 

Me reí mucho. Tengo un severo problema con los mapas, y entonces volví a buscar y estaba a media hora del malecón, donde en efecto, se encuentra el lugar al que quería llegar. 

Había una fila larga, claro, es una de las paradas turísticas por excelencia, así tuve que esperar un rato, me preguntaron para cuántos era mi mesa y cuando dije “para una” la gente de la fila y los meseros me vieron raro, percibí una especie de mirada con asombro mezclada con lástima. Antonio, el señor que me atendió, me preguntó por qué estaba sola en época de fiestas, le dije que me di ese espacio de regalo, porque siempre estoy rodeada de gente y quería experimentarme fuera de mi rutina sola. Me sonrió y me dijo “vas a ser mi mesa consentida”. 

Comí unos huevos motuleños exquisitos, si un día llegasen a ir a Veracruz, tienen que probar los huevos motuleños del Café de la Parroquia. Me tomé un lechero y Antonio me regaló el segundo. Después caminé por el malecón, ahí decidí sentarme a observar el puerto, el agua, el cielo, los barcos. Se acercó a mí una niña para venderme una muñeca, me dijo: “¿no quieres una muñeca? para que te acompañe y no estés sola y triste”, una vez más, alguien dedujo que mi soledad implica tristeza, le pregunté su nombre, se llama Carina y es de San Juan Chamula, Chiapas.

Estaba muy sorprendida cuando le dije que tengo una hija y que no viajó conmigo. Se sorprendió también de que no tengo esposo…¡a mi edad! Le pregunté su edad y no se la sabía, quizá 12 o tal vez 11. Me contó que su familia y ella viajaron a Veracruz para vender muñecas y luego volver, y a su vuelta, tenía que empezar a buscar esposo, porque allá las mujeres se casan a los 14 años, a los 16 una ya debe tener uno o dos hijos al menos. 

¿Tú quieres eso, Carina? Ella respondió que no, que ella quisiera poder viajar sola como yo y terminar la secundaria, aprender a leer. Platicamos alrededor de media hora, le compré una muñeca y se fue. 

En el camino me encontré una cantina. Tengo esta idea de que lugar al que vaya, debo conocer al menos una de sus cantinas. Esta se llama Tito, y tiene un cuadro enorme de Marilyn Monroe en la barra. Me permitieron cargar mi celular y pedí una Victoria con limón y sal. Había música en vivo, fue una parada express antes de que llegara un amigo que vive en Veracruz y al que quedé de ver para tomar café y hablar de nuestras vidas. 

Ese amigo me gusta, vaya, hemos tenido encuentros antes, sin embargo, esta vez fui sin expectativas y fue lindo. Me llevó a la Col. Colon, que es más fresa, y me dio un pequeño tour por los barecitos y cafeterías en su coche, así elegimos uno, se llama Trópico y es lindo. Después de un rato de ponernos al día, llegó una amiga suya, jugamos juegos de mesa, varios. Se hizo de noche y llegó otro amigo. Me llevaron a un bar que se llama Chulo, ahí puedes beber caguamas a 3x$180, jugar lotería y escuchar reguetón. Vaya que les gusta el reguetón en Veracruz. 

Acabamos en un speak easy, ahora que lo pienso, en Pachuca no hay ningún speak easy, quién sabe si funcionaría, en Pachuca es raro el negocio del entretenimiento. 

Por fuera el Mute es un Cyber Café, el local está pintado de blanco y tiene un foco de luz verde y rótulos donde se ofrecen “copias malas”. Para entrar necesitas un código y una vez que pasas la puerta, entras a una casa decorada con letreros neón, maniquíes, hay una “zona de bajón” y son dos pisos, el de abajo de perreo y el de arriba de techno. 

Nosotros nos quedamos en la zona de perreo, que es como un cuarto de vapor gigante, con tambos negros en lugar de mesas y mucho baile, mucho sudor, mucho subsuelo. 

El día siguiente fui al Mercado Hidalgo, desayuné picaditas que son una especie de sope con salsas, queso, cebolla y crema, estaban deliciosas, debo decir que no en cualquier lugar las hacen ricas, recomiendo ampliamente comerlas en este mercado. 

Me fui al Parque Zamora, es un parque muy bonito donde encuentras una de las heladerías más antigüas del puerto, “El Yukatán”, donde desde 1932 hicieron famosa la “horchata de coco”, obviamente me pedí una y me senté un ratito ahí a leer. 

Por la tarde volví al Mercado Hidalgo y me sorprendió que ahí dentro hay unos cubos que son cabinas donde vas a comer mariscos. Un amigo me alcanzó ahí y pedimos coctel de camarón y cervezas. Por un momento me sentí como si estuviera en Japón en lugar de en Veracruz.

En el zócalo me contaron la historia del lugar donde se creó una de las canciones más famosas no solo de México sino del mundo “La Bamba”, ahí, en el primer puerto y el primer ayuntamiento de Latinoamérica.

Tomé un tiempo para ver a las parejas bailar danzón, lo que me provocó una sensación muy conmovedora, había parejas de todas las edades y parecía que estaban en un ritual, un trance. 

Viajar sola empezó a tomar todo el sentido cuando al día siguiente, otra vez en el zócalo, un grupo de soneros tocaban y decidí meterme entre la gente, llegar al centro y bailar. Bailé sola, primero despacio, con timidez, luego poco a poco fui soltando mi cuerpo, mis brazos, mis piernas, mi rostro. Adiós al juicio. La música, la gente a mi alrededor, los rayos del sol, la catedral, todo comenzó a volverse uno conmigo, y entendí cosas, entendí que a veces nos abandonamos en el torbellino del día a día, de las responsabilidades, los deseos, las pérdidas, el enojo. Que asociamos la soledad con la tristeza en automático. 

Yo me encontraba ahí, en el centro de una ciudad que hasta entonces me era desconocida, celebrando un año de soltería, bailando sola, pero más acompañada que nunca. Estaba acompañada por mí misma y por todo al mismo tiempo. 

Si pudiera darle un consejo a mi hija hoy, es que viaje sola, que se regale momentos con ella misma, que en ellos encontrará que todo nos habla, que nunca estamos solas. Basta con mirar y abrir esa energía muchas veces contraída en el pecho para sentir la dicha de estar vivas. Las calles, los sonidos ambientales, los helados, los grafittis, la gente, la comida, todo nos habla. ¿Qué tanto deseamos escucharlos? Y es que es entonces, cuando abres esa dimensión, cuando las personas afines a tu energía llegan. Así terminé el 2023 con unos besos tiernos a la orilla del mar, viendo el amanecer y lista para volver a casa. El amor se enciende como arbolito de Navidad cuando viajas sola.